Alas
para volar
En aquellos instantes yacía el príncipe entre
una espesa y tempestuosa bruma de sueños extrañamente intensos por muy
matutinos. Sin embargo, nada podía temer descansando sobre su pecho aquellos
talismanes. Una argéntea brújula se engalanaba al amparo de los áureos
destellos de un sol naciente, un sol que desvelaba sus secretos con sábanas de
malva y oro. Era un momento íntimo y eterno... era el momento. Se anunciaba el
nuevo día.
Bellísimo el
detalle y arrogante el hombre, los envolvía todo un paraíso de nácar y
luz. Besando el cuello de aquel príncipe se acompañaba la brújula con un
reclamo de buena suerte: Fortuna en plata y Oriente parecía sonreír al destino
mientras saludaba reverencial al rey del alba.
Pero a pesar de todo ello, una sombra de
altiva oscuridad se ceñía sobre el ánimo del príncipe. Al cielo apuntaba su
daga tanto como su estandarte. Anhelos que anhelaban matar. Matar por no poder
vivir, por no poder amar. Anhelos de matar a la Muerte.
Y a su vez acariciaba en sus sueños la
redentora ofrenda del beso único y silente, rastreando aquí y allá entre
llantos de desesperación. Acariciaba la mirada ardiente de aquellos sus amados
ojos. Deseaba amar como quiere el calor al fuego, como el frío al hielo. Amar
sin remedio, como ama la tierra al cielo.
-¿Y dónde hallaré esos ojos sino en otro mar?-
se decía entre los oníricos suspiros de una incipiente pero colosal locura.
Al despertar, el príncipe sintió cercana la
presencia encrespada de aquellos retozones cabellos enredándose entre los
ávidos dedos de su alma. Y creyó morir al saberse solo prorrumpiendo en un
llanto negro, derramando lágrimas de hiel sobre un regazo ausente.
-Amarga pócima debo beber- se desgarraba.
Trémulo, todo su ser ansiaba con fervor
místico la unión primigenia con aquella diosa, con la musa de sus alberos.
Anhelaba embriagarse con el perfume de los recónditos deseos, con el cálido
bálsamo que sin duda ella poseía entre aquellos conmovedores senos. Anhelaba
liberarse por fin del hondo duelo que suponía su soledad.
Y así la elevó al altar de las divinidades
enlazándola a besos de pasión, devorándola sobre la túnica sagrada de un amor
que parecía proscrito, mordiendo aquellos labios de fuego, libando su esencia
de mujer.
En su enajenación sin límites amaba así el
príncipe el espejismo de lo efímero como divino y eterno.
-¡No de otro mar, no! ¡De otro mundo
será!- exclamaba entre iracundos jadeos,
más amante que nunca, inmerso en un océano de profundas dudas y rocosas
desesperanzas.
Y desde aquel lecho marchito y roto dio un
sensacional brinco rasgando sus vestiduras en un acceso de loco afán por poner
fin a tanto dolor.
Corriendo raudo cual corcel desbocado,
decidido ya a arrancar de cuajo la raíz de tamaño sufrimiento, alcanzó la
última almena del más alto muro de aquella inexpugnable fortaleza que lo
defendía de posibles enemigos, y que sin embargo también le impedía su
verdadera libertad, saltando al vacío con el ánimo resuelto y un arrojo
desmedido.
-¡Quémese la vida y el universo entero!-
exclamó lanzándose en pos de la nada.
Pero quiso el cielo intervenir socorriendo al
príncipe en su desliz. En su desliz de príncipe y de amante. Y como por arte de
magia, como sólo desde el cielo se puede hacer, fueron creciendo en sus brazos
unas enormes y níveas alas que brillaban como el mismo sol.
Y así supo el príncipe de su condición
inmortal y divina.
-¡Puedo volar! ¡Puedo volar!- exclamaba
mientras batía y batía sin cesar aquellas preciosas alas.
Voló y voló contemplando desde las alturas la
magnificencia y belleza de su reino hasta alcanzar la más elevada cumbre donde
se detuvo apenas sin resuello. Descansó
mientras trataba de dar crédito a lo sucedido.
Le saludaba un atardecer albiceleste y
naranja. La sonrisa amplia y franca del cielo se desplegaba sobre el horizonte
abrazándolo con un alegre lazo de unidad, de lucidez, de despertares y
preludios de amor.
Y logró así su atenta escucha haciéndole saber
sus deseos, sus más profundos anhelos y sus ansias de ultramar.
Aquella alianza fue como la alianza con la
estrella fulgurante, como la alianza con el árbol de la sabiduría, como la
alianza con el río sacro, y como la alianza con la última de las lunas,
confesora y oferente de su querer.
Y es que era su causa la única causa posible,
la causa del amor. Por y para ello quería seguir vivo. Para amar de forma noble
a la mujer que un día de gozo terreno y celestial lo reconocería cumpliéndose
así lo escrito.
Al cabo de unos instantes, mientras encaminaba
sus pasos hacia un aromático arrayán que asomaba por la ensenada, dirigió sus
ojos hacia lo alto y unas lágrimas de agradecimiento bañaron su rostro.
Y ante el añil del cielo que resplandecía bajo
el sol, junto a aquel árbol, el árbol de la vida, pudo divisar el amante unos
ojos que besaban su mirada.
Aquellos eran sus ojos. Era ella. Ella era la
mujer de sus sueños, su diosa anhelada, la amada que por ley de Amor vence, la
que otorga el poder de la gloria y la magna plenitud.
Y así supo el príncipe amante que a veces los
sueños, con ayuda del cielo, se hacen realidad. Y así supo que los sueños sólo
pueden hacerse realidad alzando el vuelo. Y supo también que se necesitan alas
para volar... y valor, mucho valor.
Y la luna mostró su sonrisa sonora danzando su
perpetua danza ritual, luciendo su mejor gala en aquel baile de estrellas,
elevando su plegaria al cielo, buscando un nuevo sol...
...Mientras,
los amantes se amaban.